Durante dos décadas, el exagente de la KGB, Vladimir Putin, se esforzó en construir la imagen de un estadista que asumió el compromiso de conducir a su patria al podio de las grandes potencias mundiales, considerando la gran brecha que existe con los Estados Unidos, que representa el 25% de la economía del planeta y Rusia solo 1.7%.
También proyectó un retrato de superhéroe, promoviendo fotografías y videos como audaz agente secreto y carismático líder que recorría a caballo –con el torso desnudo– las campiñas rusas, piloteaba helicópteros y aviones, conducía motocicletas, tanques de guerra y disparaba fusiles de alta precisión.
Hoy la imagen de Putin está destruida al revelar al mundo que su rostro oval y de mongólicos ojos achinados era una burda máscara, un disfraz, porque detrás de ese camuflaje escénico ocultaba su verdadero semblante que se asemeja, más bien, al de Stalin, despiadado mandatario soviético que arrasó poblados y mató 10 millones de compatriotas.
Putin es, sin duda, su versión moderna, al ordenar el bombardeo de ciudades ucranianas, asesinando cientos de personas –muchos de ellos niños– al mismo tiempo que amenaza disparar parte de las 6300 ojivas nucleares que tiene almacenadas si algún Gobierno pretende impedir el avance de sus tropas o si las naciones que fueron parte de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) se atreven ingresar a la OTAN.
Es decir, Putin amenaza destruir al mundo si no obedecen sus designios. Este estilo totalitario forma parte del ADN de la historia rusa, gobernada durante 300 años por los llamados grandes duques; luego, 385 años por zares; después, 70 años por comunistas; y, finalmente, 23 años por Putin. En total, son 778 años de sistemas absolutistas, antidemocráticos y de constante violación de los derechos humanos.
Ante esta inmensa tragedia, con el éxodo de 1 millón de personas, 39 Estados han demandado la urgente intervención de la Corte Penal Internacional, que juzga los crímenes de lesa humanidad.
El repudio a Putin, en suma, es casi universal, como demuestra que la Asamblea General de la ONU condenó el ataque sobre Ucrania por 141 votos a favor, 5 en contra y 23 abstenciones.
Más aún, Rusia está quedando aislada en un mundo interconectado, porque han sido expulsados del sistema internacional de pagos (Swift) que integra 11 mil bancos de 20 países, sus aviones no pueden sobrevolar el espacio aéreo europeo y las navieras suspendieron envíos de contenedores a sus puertos.
Una larga lista de políticos, militares y multimillonarios rusos están impedidos de ingresar a Europa y sus bienes han sido intervenidos, entre ellos a Alexis Usmanov, que acredita una fortuna de 14 mil millones de dólares, y a quien sindican como testaferro de Putin.
Asimismo, las grandes empresas petroleras, como Shell y British Petroleum, se han retirado, al igual que Netflix, Google, Volkswagen, Nike, Visa, MasterCard y Disney, entre otras. Alemania, por su parte, suspendió la aprobación del proyecto gasífero Nord Stream 2 que abastecería de gas natural ruso a 26 millones de hogares europeos y aprobó un presupuesto adicional de 100 mil millones de dólares para gastos en defensa.
Y no menos significativo ha sido que la FIFA suspenda su participación del mundial de fútbol, y también han sido vetados de los campeonatos mundiales que organizan las federaciones internacionales de atletismo, natación, baloncesto, voleibol, hockey, triatlón, y hasta de la Fórmula 1.
La humanidad se está uniendo ante la barbarie, proyectando un sentimiento de compasión y solidaridad con el pueblo ucraniano, que además ha tenido el impacto colateral de fortalecer la alicaída OTAN y acrecentar el liderazgo de Estados Unidos.
LLuis Bassets, en un artículo publicado en el diario El País de España (03/03/2022), decía: “La guerra de Putin, además de cruel y perversa, es antigua e inútil. Pertenece a otra época. Desde 1945 solo gobernantes criminales y dirigentes terroristas han intentado hacer política internacional con el uso de la fuerza, como se estilaba en los siglos XIX y XX”.
Diríamos, adicionalmente, que el ataque a Ucrania ha tenido el efecto colateral de fortalecer la OTAN, acrecentando igualmente el prestigio de la Unión Europea y de los Estados Unidos.