n 1870, el tucumano Juan Bautista Alberdi publicó la obra mediante la cual se transformó en un verdadero precursor a nivel mundial, al enfatizar la necesidad de abandonar las doctrinas justificativas del derecho a iniciar guerras….
La invasión generalizada del territorio de Ucrania, país incuestionablemente independiente y con pleno reconocimiento de su soberanía por la comunidad de naciones, incluida la propia Rusia, conforme distintos tratados internacionales vigentes en los que la última fue parte, resulta injustificable a tenor del artículo 2° párrafo 4 de la Carta de las Nacionales Unidas que prohíbe todo uso de la fuerza para la resolución de los conflictos.
Su antecedente inmediato fue el pacto Briand-Kellogg de 1928, por el que los estados parte renunciaron explícitamente a la guerra ofensiva como medio de resolución de las controversias. El establecimiento de esta norma de derecho internacional fue fundamento, entre otros, a la condena dictada por el Tribunal de Nüremberg a los enjuiciados del régimen nacionalsocialista alemán por “crímenes contra la paz”, especialmente por haber sido Alemania parte de aquel convenio internacional. El tribunal sostuvo que la existencia de estos delitos no se ve impedida por la falta de una previsión explicita en la tipificación o amenaza de pena concreta, pues “permitir tal inmunidad equivaldría a ocultar al derecho internacional en una bruma de irrealidad. Lo rechazamos y sostenemos que quienes planean, preparan, inician y llevan a cabo guerras de agresión e invasiones, y quienes participan en ellas a sabiendas, conscientemente y responsablemente violan el derecho internacional y pueden ser juzgados, condenados y castigados por sus actos”.
Resultaría insostenible no aplicar la infracción a la regla de la Carta de las Naciones Unidas, la misma consecuencia que el tribunal dio con relación a la violación de su antecedente histórico, en razón de que, al igual que en aquel caso y al decir del tribunal, el pacto “fue celebrado en beneficio de todos”. Por ello ninguna interpretación, ni siquiera sobre la base del derecho de veto de los países miembros permanentes del Consejo de Seguridad, podría razonablemente llevar a que las autoridades de aquellos -en el caso Rusia-, pudieran estar exceptuadas de pleno derecho de la posibilidad sustancial de ser autores de la comisión de aquellos crímenes, lo que resultaría inválido como doctrina legal al estar en indudable pugna con los principios generales de derecho aceptados por las naciones civilizadas, según establece el artículo 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia, anexo a la Carta de las Naciones Unidas. En efecto, también en palabras del tribunal citado, “el único fundamento que podría servir de apoyo al concepto de que los responsables deben escapar mientras que el público inocente sufre, es resultado de la vieja teoría de que “el Rey no puede actuar mal [the King can do no wrong]”, y de que ‘la guerra es el deporte de los Reyes’” .
Merece nuestro homenaje y reconocimiento el gran Juan Bautista Alberdi por su obra “El Crimen de la Guerra”, publicada en 1870, menos conocida que las “Bases”, pero seguramente de mayor trascendencia. El ilustre tucumano, con visión casi profética, resultó un verdadero precursor a nivel mundial de la necesidad de este abandono definitivo de las doctrinas justificativas del derecho a iniciar guerras, siendo notable su demostración de la intrínseca inmoralidad e injusticia de toda guerra no defensiva.
En este orden, es manifiesto que la doctrina de la Iglesia Católica ha reprobado como moralmente ilícito el recurso a la guerra. En el número 2307 del Catecismo, bajo el epígrafe “Evitar la guerra” expresamente enseña: “El quinto mandamiento condena la destrucción voluntaria de la vida humana. A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, la Iglesia insta constantemente a todos a orar y actuar para que la Bondad divina nos libre de la antigua servidumbre de la guerra (cf GS 81)”. En el siguiente numeral (2308), define de modo indudable y categórico que: “Todo ciudadano y todo gobernante están obligados a empeñarse en evitar las guerras”. Solo acepta como causal moralmente lícita del empleo de la fuerza a la legítima defensa – reconocida en la Carta de las Naciones Unidas- al indicar que “mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa” (GS 79).