La ventaja de ser un pandillero en jefe está en que nadie puede llamarte a cuentas.
Se juega con tus reglas, y ellas dicen que puedes cambiarlas a tu antojo, y hacerlas retroactivas si te place porque nadie te va decir que no. Habrá quien diga que eso es un abuso, pero cabe entender que eres lo que eres y se espera que abuses de cualquier manera.
Una vez que tu fama te precede, no te queda pasar por buena gente, sino seguir el código del miedo: que de una vez se enteren de lo que eres capaz. Que les quede bien claro que no tienes paciencia, ni escrúpulos, ni noción de piedad. Que ni se atrevan a mirarte a los ojos, no sea que te figures que algo están reclamando.
Que sepan que por algo estás ahí. De esa notoriedad vive Vladimir Putin.
Dudo que sea un secreto para nadie que el hombre y sus esbirros son envenenadores impertérritos, si apenas se molestan en desmentirlo. O que en Rusia no existe libertad más extrema que la suya.
Y menos es noticia que el mandamás del Kremlin apoya a otros maleantes encumbrados: sátrapas que tampoco pueden recular, puesto que han cometido tropelías e infamias suficientes para pasarse el resto de su vida en la cárcel y ni siquiera así terminar de pagarlas.
¿Quién, que tenga ese altero de cuentas pendientes, verá con buenos ojos la justicia, la rendición de cuentas o el sagrado derecho de cada cual a opinar y decir lo que le venga en gana? Cuesta creer que para un hombre así exista algo sagrado, como no sean sus secretos más lóbregos.
El sueño de oro del pandillero en jefe es un mundo rendido a sus pies, donde su libertad y la de sus secuaces florezcan a costillas de todas las demás, igual que en esos westerns donde una sola banda de matones somete a todo un pueblo de cobardes (que eventualmente acaba trabajando para ellos).
No se equivoca, al fin, el criminal cuando equipara miedo con respeto, si uno y otro se expresan en perfecto silencio. La idea es que él sea libre de ordenarnos, saquearnos, engañarnos, someternos, silenciarnos y escarmentarnos, y nosotros de poco más que obedecerle.
Tan sólo imaginemos un mundo en el que Putin impusiera a su gusto cada gobierno y ya ni falta hará leer a Orwell. El pandillero en jefe espera que creamos que es inmune al miedo, pero ya su tiesura lo delata.
Vale pensar que vive forcejeando entre avidez y espanto, y que ambas sensaciones le significan una misma lujuria. ¿Y dónde iba a esconder su miedo el bravucón, sino detrás del que aprendió a infundir? ¿Para qué tantos gritos y manotazos, si según esto nada le intimida? El problema de hacerse dictador es que no puedes detener el dictado.
Maleante consumado, acabaste brincándote demasiadas trancas para tragarte el cuento del feliz retiro.
Te toca endurecerte, en realidad; sofocar los temores propios con los ajenos; doblar la apuesta al modo del fullero que todavía cuenta con la pistola para llevarse el dinero de todos. Vladimir Putin estaba en Berlín Oriental cuando vio caer el muro, desconsolado.
Pronto se consoló con algunos millones de rublos, hábil como era ya para moverse al margen de la legalidad y retorcer las leyes a su antojo. Lo suyo nunca fue la transparencia, ni cabe imaginarlo gritando vivas a la democracia o defendiendo la libertad de nadie más allá de su gavilla.
La libertad, de hecho, en su amplia concepción, no sólo le preocupa sino que es el motor de sus pesadillas. No puede tolerarla en sus dominios y vamos, no la aguanta ni en casa ajena. Si pudiera, tendría al mundo sumido en una noche interminable donde sólo se oyera la voz de los bandidos y el canto de uno que otro adulador Insisto: si pudiera.